domingo, 2 de noviembre de 2008

Las réplicas de un tsunami llamado Revocatorio


Erick Fajardo Pozo*

La partidocracia congresal capituló la vigencia de las libertades fundamentales en el país a cambio de extender otro año su residencia en Plaza Murillo, el compromiso gubernamental de diferir el nuevo régimen de tierras y la garantía de que la representación plurinominal le permitirá a los eternos mercenarios de la política nacional retornar la próxima legislatura a reeditar su rol funcional al poder.

Indigna pero para nada sorprende que, en esa misma lógica de cálculo político que desacreditó al sistema de partidos en 2003, el Congreso haya transado el Estado de Derecho y liquidado su propia viabilidad a cambio del derecho a interpretar el papel del villano eunuco en la parodia de democracia que el régimen Morales pondrá en escena en 2009, tras entrar en vigencia su Constitución.

El desenlace era, en suma, previsible. A nadie le quedaban dudas de lo que iba a suceder en el hemiciclo, tras que dos años de resistencia civil al proyecto de Constitución de La Glorieta fuesen traicionados por esa partidocracia congresal que en agosto impuso a las regiones el revocatorio, para en septiembre inducir al movimiento cívico a una radicalización suicida y finalmente empujar a un diezmado CONALDE a claudicar en la “negociación” de octubre en Cochabamba.

Porque lo que definió el destino de la democracia boliviana no fue el accionar prebendal pero previsible de la partidocracia centralista. Lo que arrasó con la institucionalidad democrática boliviana fue un tsunami con epicentro en el polémico referéndum del 10 de agosto; un siniestro político que generó crecientes círculos concéntricos de devastación institucional y los acontecimientos de la última semana de octubre en el Congreso Nacional fueron apenas su última réplica.

“El infierno de las regiones empieza el 10 de agosto” había advertido Juan Ramón Quintana en su tristemente célebre réquiem por Leopoldo y en días pasados algún analista con meridiana “racionalidad jurídica” tuvo la claridad de enunciarlo: El caballo de batalla del gobierno es el resultado del revocatorio; esa ficción dóxica del 67%, que usa como licencia para matar; como blindaje legal-legítimo para su brutal ejercicio de violencia de Estado.

Y si bien es innegable que el CONALDE rindió la resistencia regional en septiembre en Cochabamba y que los partidos resignaron la alternabilidad democrática en octubre en La Paz, la contienda decisiva por la democracia – la madre de las batallas – la perdimos en julio en Tarija, el día que Mario Cossío cedió al ego y a la presión de la partidocracia; el día que el proceso de regionalización de la política se quebró por su eslabón más débil.

Hoy el gobierno y su oposición funcional, quieren inducirnos al debate estéril sobre la paternidad del proyecto de Constitución masista; sobre su aparente transfiguración de una amenaza para la democracia en un dechado de virtudes, merced al divino toque de la partidocracia. Quieren dirigir y agotar el descontento social en discutir la trascendencia de un acto político que es apenas la última consecuencia de una estrategia caudillista que funcionalizó a todos los actores residuales de la partidocracia centralista para descabezar al contrapoder emergente en las regiones.

En los hechos – vale la pena incidir en ello – la capitulación de la democracia fue una tragedia en tres actos y la partidocracia sólo entró en escena en el último de ellos, para recitar una línea: “Por el Sí, Señor Presidente”. La caída del orden constitucional es resultado de un fenómeno telúrico con réplicas de distinta intensidad y cuya última manifestación fue la promulgación del acta de capitulación de la institucionalidad democrática, el proceso de descentralización y los derechos humanos en el Congreso.

En esa lógica, sería mucho adjudicarle a Börth, Vásquez Villamor, Guiteras o Richter el crédito por el desenlace de una estrategia oficialista concretada ante todo en base a los desaciertos de las regiones. Abandonar a Leopoldo y subalternizar las demandas de Sucre fue deslealtad; inducir a la radicalidad al movimiento regional y luego no negociar amnistía para los perseguidos políticos fue traición. Someterse a la imposición de interventores en regiones autonomistas fue cobardía y resignar sin lucha las libertades políticas, dando por bien obrado con el atropello del Gobierno, fue complicidad.

Pero esa seguidilla de torpezas fue también consecuencia de una fatal decisión anterior; el resultado de la defección canalla de unos cuantos caudillos regionales grandilocuentes y egocéntricos que en julio le permitieron a Evo Morales escapar de la celada de su propia incapacidad para después secundarlo en ese juego de egolatría misógina del 10 de agosto, al que se apostaron las conquistas democráticas y el capital político acumulado en dos años de luchas regionales.

Así, la batalla de la democracia la perdimos cuando el CONALDE renunció a su vocación de poder y a respaldar el criterio del Tribunal Constitucional sobre el revocatorio; cuando se le dio la espalda a la batalla solitaria de una diputada contra el fraude electoral. La democracia cayó el día que abandonaron a Manfred sobre la línea de contención del revocatorio; el día que dejaron sola a Cochabamba defendiendo la trinchera de la legalidad. Todo lo demás – incluido el derrocamiento de Pando, la aprobación de la Ley de Convocatoria al Referéndum Constitucional y la cancelación indefinida del proceso democrático en La Paz y Cochabamba – son meras réplicas del 10 de agosto.

*Publicado en el semanario Pulso, edición del 2 de noviembre de 2008


En un estado históricamente híper presidencialista, las universidades públicas, las prefecturas, las municipalidades, fueron reductos naturales de la democracia.
La autocracia sometió esos reductos, pero otros surgieron. La consistencia ideológica, el confinamiento, el exilio, son nuestros nuevos reductos. Desde ahí resistimos, urdimos, aguardamos, la hora de dar de nuevo batalla, el tiempo de recuperar la democracia.

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