sábado, 9 de marzo de 2013

Ídolos de sangre y ceniza

No creo en la política como compendio de los caprichos de individuos específicos, así como no creo en la historia como brevario de las hazañas de héroes de la mitología mediática; cual mero registro biográfico de las correrías de ciertos "iluminati" y del danzar del mundo en torno a su monólogo monotónico. 
La política es el resultado de la acumulación histórica y de la coyuntura; de acciones diacrónicas y decisiones no siempre sincrónicas o armoniosas, muchas veces es el efecto final de hechos atemporales sobre el presente inmediato. la política es, en definitiva, acrónica, social y multidimensional y, por tanto, no puede ser comprendida sino como proceso.
Aun los presidencialismos más exacerbados - y estas plagas las hay de derecha y de izquierda, a cual peor - no son sino resultado de intensas acciones colectivas de la historia corta, con profundas raíces en malestares aletargados en la memoria larga de una comunidad. No creo en Pinochet ni en Allende, ni en Castro ni en Noriega; ni en GW Bush ni en Gadaffi como sujetos aislados de la historia; de fuerzas, decisiones e intereses aun mayores. No creo en golpes de estado ni en revoluciones "per se", sino como resultado de luchas entre intereses económicos emergentes y decadentes; entre elites agónicas y burguesías nacientes.
Cualquier otra cosa sería el simplismo de creer que el Tercer Reich, el Stalinismo, Vietnam y Afganistan fueron producto de individuos locos, zafados de la historia, capaces de mover el curso de los acontecimientos, desmarcados de los beneficiarios de sus acciones. No creo en un Lee Harvey Oswald, un Jack Ruby o un
Osama Bin Laden como timoneles ciegos de la historia contemporánea y por eso mismo tampoco creo ni celebro el festín de cuervos sobre el catafalco de los autocratas de turno en este capítulo trágico del estado en Latinoamérica.
Hace poco sostuve que nuestros peores monstruos son, a fuerza de necesidad, creación de criaturas aun peores; que los devastadores titanes son creación de dioses igual de violentos pero peor de abominables, porque su violencia es conciente.
Pobre simplismo el culpar a un Chávez, Correa o Morales de ser los arquitectos de su propia ignominia, cuando son apenas brutos titanes liberados por dioses aun más absurdos, licenciosos, erráticos y arbitrarios. Más aun, flaco favor ayudar a incendiar el fuelle de una polémica innecesaria en la que sus herederos forjan la inmortalidad de y la absolución de pillos igual de ávidos que sus predecesores.
Penoso simplismo culpar a los cancerberos de los desmanes que produjo la mano que sujeta su correa y consuelo de tontos celebrar su partida cual si significara el fin del ciclo perverso que desataron, pero que otros, eternamente impunes y anónimos, gestaron.
La política y la historia son procesos; la perenne puesta en escena de "Un tranvía llamado deseo", lo mismo aclamada hoy actuada por Luke Perry que ayer por Marlon Brando. 

La política es una obra cuya genialidad se debe al autor, no al actor. El Óscar es para Brando, pero la creación es de Tennesee Williams, de la crisis social de la postguerra de Secesión y de la lucha de clases en Norte América.
La política es un proceso eterno sin carne y sin tumba; sus actores son sólo ceniza a las cenizas. 

Son sus detractores y sus epígonos, por igual, quienes forjan, ya por nostalgia o ya por torpeza, su inmerrecida monumentalidad con la mórbida argamasa de sus cenizas y la sangre de quienes se les opusieron.

En un estado históricamente híper presidencialista, las universidades públicas, las prefecturas, las municipalidades, fueron reductos naturales de la democracia.
La autocracia sometió esos reductos, pero otros surgieron. La consistencia ideológica, el confinamiento, el exilio, son nuestros nuevos reductos. Desde ahí resistimos, urdimos, aguardamos, la hora de dar de nuevo batalla, el tiempo de recuperar la democracia.

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