jueves, 7 de mayo de 2009

Tiempo de lobos con piel de oveja


Erick Fajardo Pozo

Que organizaciones no gubernamentales, que declaran defender los derechos humanos, hayan encubierto el terrorismo o acciones de desestabilización de una democracia legalmente constituida, propiciando afanes subversivos por la vía de la violencia e incluso el magnicidio, es una felonía que debe ser castigada sin contemplación.

Socapar expresiones separatistas, en especial aquellas que pregonan “autodeterminación”, para convertir territorios en señoríos administrados al margen de las leyes bolivianas y principios internacionales del derecho, es ser cómplice de actividades sediciosas que no deben ser toleradas. El viceministro de Coordinación con los Movimientos Sociales, Sacha Llorenti, ha sido taxativo al respecto y acompañamos su contundencia.

Hay evidencia en Bolivia de la existencia de ONGs que, pretextando defender los derechos humanos, se han dedicado a hacer apología sostenida de la violencia política, la desestabilización de la autoridad electa y atentados terroristas; encubriendo a grupos irregulares de corte separatista cuya autoría en ataques al patrimonio público fue establecida fehacientemente.

Hay – en conclusión – necesidad de una firme respuesta de Estado a la sociedad perversa entre ONGs de derechos humanos y grupos irregulares armados.

El viceministro Llorenti puede hablar con autoridad, pues conoce del tema. Él ha presidido la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, una ONG que por largo tiempo detentó el monopolio de la defensa de las libertades civiles y políticas, pero que en los hechos fue el escudo de expresiones de fundamentalismo racial, revanchismo étnico e intentos de fracturar la integridad nacional a partir de proyectos separatistas que exigían la autodeterminación de la “nación aymara” por la vía del terrorismo y el alzamiento armado.

Durante la última década esta organización se opuso a la extradición de extranjeros de nacionalidad peruana, paraguaya y colombiana, requeridos en sus países para comparecer o purgar sentencias por terrorismo; tildó de “político” el juzgamiento de los cabecillas de grupos armados como el EGTK y los “ayllus rojos”; criminalizó la intervención del Estado en zonas donde hoy rigen organizaciones criminales disfrazadas de sindicatos en torno a la producción ilícita de coca excedentaria.

En el contrapunto, los últimos tres años la APDHB calló de manera cómplice mientras la violencia de Estado degeneraba en terrorismo de Estado en Yacuiba, Chuquisaca y Pando. Ignoró los asesinatos de más de 50 compatriotas, caídos por el uso de fuerza letal del Ejército y/o la Policía, los “aparatos de represión del Estado”. Miró contemplativa el desplazamiento por el país de grupos paramilitares con la logística del gobierno. Vio paciente a las milicias alteñas ocupar las plazas de La Paz, para reprimir el derecho a la protesta y a la libre expresión.

En suma, la APDHB jamás se pronunció o intervino con la misma vehemencia con que asedió a anteriores gobiernos. Jamás increpó a Morales a resarcir a sus víctimas con el mismo celo que defendió a las víctimas de la violencia política neoliberal. Las ONGs de derechos humanos no son una garantía de ecuanimidad cuando su definición de la persona está ideologizada y tiene matiz racial.

Difícil esperar que una ONG, de la cual dos ex presidentes – Sacha Llorenti y Tamer Medina – son viceministros, demande el esclarecimiento del asesinato de cocaleros no oficialistas en la zona de cultivo legal de Pocona por la Fuerza de Tarea Conjunta (2006); o solicite juicio de responsabilidades para el Capitán General de las FFAA por ordenar la militarización inconstitucional y el uso de fuerza letal que acabaría con la vida de Osmar Flores en Arani (2007); o se constituya en parte civil para esclarecer la muerte del joven Cristian Urresti, cuyo proceso está por extinguirse por presión del gobierno sobre el Ministerio Público.

Estos son días de paradoja, donde los lobos se cubren con vellón de oveja y acusan a las palomas de disparar contra las escopetas; donde los defensores de los derechos humanos de ayer resultan ser nuestros verdugos de hoy. A nadie sorprenda entonces que los presuntos “terroristas” de hoy sean mañana los mártires de la defensa de la democracia.

En un estado históricamente híper presidencialista, las universidades públicas, las prefecturas, las municipalidades, fueron reductos naturales de la democracia.
La autocracia sometió esos reductos, pero otros surgieron. La consistencia ideológica, el confinamiento, el exilio, son nuestros nuevos reductos. Desde ahí resistimos, urdimos, aguardamos, la hora de dar de nuevo batalla, el tiempo de recuperar la democracia.

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