viernes, 22 de enero de 2010

Evo: Del síndrome de Luis XVI al de Enrique VIII




Mientras los símbolos patrios son extirpados del Congreso de la República "en vivo y directo" y sepultados en las bóvedas del Banco Central de Bolivia, se me ocurre tratar de recordar cuántos autócratas con escasa instrucción y gran delirio de poder habrán precedido el paso por la historia de Evo Morales, pretendiendo - al igual que él - que su sola llegada bastaría para alterar el curso de la humanidad.

¿Cuántos habrá habido, encumbrados por la propaganda y la sed de progreso de sus pueblos, que creyeron que sus tropelías ególatras sobrevivirían a su breve existencia? Incontables, de seguro; demasiado trágicos todos ellos y demasiado pobre su legado como para rememorar sus nombres.

Era de temerse. Luego de ser elegido en 2005 Presidente de la República, con poco más de la mitad de los votos, Evo Morales no tardó nada en declarar "Patrimonio Histórico de Bolivia" su lugar de nacimiento ¿Por qué debería extrañarnos que tras su reelección le cambie el nombre a la Plaza Murillo, o que arranque los símbolos de esa República y esa democracia que le precedieron, permitiéndole llegar a ser gobernante?

Está claro que la adulonería de los cortesanos tiene tierra fértil en la ignorancia de los gobernantes. Durante su primera gestión de gobierno, los jenízaros de la derecha más deleznable (Quintana, San Miguel y Ballivián) convencieron a Morales de que debía emular a Luis XVI. Y hoy, empezando su segundo mandato, lo han convencido de personificar a Enrique VIII.

Del despropósito de aniquilar la independencia de poderes para instaurar una autocracia, han llevado a Morales al absurdo de hacerse ungir "líder espiritual" del mundo andino, hay paralelos innegables con las manías de los dos autócratas europeos. Ayer proclamaba "el Estado soy yo" y hoy es ungido "monarca y padre de la Iglesia". Para quien pretende ser un "socialista del siglo XXI, Morales no podría haber elegido personificar paralelo más grotesco con las actitudes absolutistas más emblemáticas del viejo mundo.

Pero Evo es apenas un mal actor; el guión de su macabra representación lo escribe otro. Alguien que sabe que derruyendo símbolos, enterrando enseñas y arrancando bustos no se logra destruir la cultura republicana y el arraigo democrático de una sociedad; igual que sabe que no bastarán harapos de caito y rituales andinos para disfrazar de gobierno popular a esta caricatura imperialista de nuevo cuño.

Por eso, lo urgente era desaparecer la referencia objetiva de cualquier alternativa de país, persiguiendo hasta el encierro o el exilio a su Némesis; proscribir y borrar de la memoria colectiva el paso de Akenathon, para luego perseguir y encerrar a cualquier Tomás Moro. Sólo así podía garantizarse que las ceremonias de entronización de Evo pasaran como "místicas" y no fueran expuestas como el paso bufo de la Corte de los Milagros.

Pero claro, hoy no está más quién nos habría hecho hecho notar sin vacilar que "el rey camina sin traje" y, en ausencia de esa cuota de valor y sentido común, Evo puede caminar desnudo en su delirio imperial y aun convencer a las masas que anda vestido de "cambio".

Sólo Ramsés habrá estado más convencido de ser "la estrella de la mañana y de la noche", pero también sólo a él le reservó la historia el duro trámite de ver a Moisés retornar del exilio a sublevar a su pueblo contra la dictadura espiritual y militar de faraones con pies de barro.

En un estado históricamente híper presidencialista, las universidades públicas, las prefecturas, las municipalidades, fueron reductos naturales de la democracia.
La autocracia sometió esos reductos, pero otros surgieron. La consistencia ideológica, el confinamiento, el exilio, son nuestros nuevos reductos. Desde ahí resistimos, urdimos, aguardamos, la hora de dar de nuevo batalla, el tiempo de recuperar la democracia.

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