lunes, 16 de marzo de 2009

Moral política, institucionalidad electoral y cultura democrática: Elementos para entender la crisis de la “oposición” en Bolivia.

“Toda encuesta de opinión supone que todo el mundo puede tener una opinión; o, en otras palabras, que la producción de la opinión está al alcance de todos. Aun a riesgo de contrariar un sentimiento ingenuamente democrático, pondré en duda este primer postulado” (Pierre Bourdieu)[i].

Erick Fajardo Pozo[1]

Con la aprobación de su Constitución esas elites políticas que desde 2000 propugnan el capitalismo andino-amazónico como proyecto de poder y promueven el “proceso de cambio” hacia un Estado plurinacional-comunitario como visión de país, han consolidado un proceso sostenido de construcción de hegemonía política, institucional y cultural.

Discutir entonces la naturaleza del liderazgo de Evo Morales resulta una ejercicio gratuito y estéril, en la medida en que es la alternancia, y no la caracterización del poder constituido, el problema de la agenda nacional pendiente de reflexión. En otras palabras, hay que abordar la crisis de la oposición política para establecer la distancia entre el fenómeno y el concepto; para establecer – más allá del circunstancial “efecto Evo” – cuáles son las causas estructurales del debilitamiento de la alternancia en Bolivia y cuáles sus perspectivas.

Aquí se abre una paradoja: Si bien el debate de coyuntura es la oposición, su rol y sus desafíos, en Bolivia la oposición – al menos como manifestación política objetiva – ya no existe. Es más, el concepto mismo de oposición ha entrado en crisis, en la medida en que los procesos de ampliación democrática regional y descentralización político-administrativa instalaron una nueva dialéctica que restó centralidad a la dialéctica política formal, trasladando la disputa del campo político fuera de los espacios de deliberación congresal e incorporando nuevos escenarios y actores.

Para sustentar tan osada afirmación haré el esfuerzo de salvar el debate sobre la crisis de la oposición del rol eminentemente electoral, al que tradicionalmente ha sido restringido el desarrollo y alcance de esta categoría fundamental, para tratar de reconciliarlo con su acepción doctrinal. Planteo rescatar el debate de la oposición del ámbito del marketing y la economía electoral, para la sociología política.

Más aun, para percibir en toda su magnitud la crisis de la oposición habrá que renunciar de momento a los lugares más comunes acerca de la política; a esas categorías irreflexivas y mecánicas que el odioso “sentido común” de la intelectualidad funcional – eso que Bourdieu denomina “la opinión formal” – nos ha impuesto. Para analizar la crisis de la oposición, con rigor científico, habrá que rebasar esos presupuestos y formulismos de mercadeo político que buscan restringir el ejercicio de la política y la democracia al escenario de los procesos electorales y refutar esas verdades inefables acerca de una vocación unívocamente electoral de la democracia.

Y dado que la disputa por el poder es la lucha simbólica por hacer prevalecer la verdad dominante o por hacer prevalecer una verdad alterna, el debate se suscita no sólo en el terreno político sino – y sobre todo – en el académico. De ahí la necesidad de caracterizar la crisis de la oposición a partir de dos conceptos: el de campo político y el de doxa[ii].

En síntesis, metodológicamente hablando, habrá que romper con el reduccionismo fetichista que busca analogizar democracia con elecciones, para entrar en la cocina de la política y deconstruir el concepto de oposición caracterizando los principales elementos de su crisis fuera de la visión tradicional de alternabilidad como sucesión electoral en la toma del Estado y lejos del falso presupuesto de que democracia son elecciones y sólo eso.

La oposición no existe: el fin del Estado-cosa

Una apreciación del sentido común prevalente para retratar la situación de quiebre de la oposición política en Bolivia suele ser “en Bolivia hay crisis de liderazgo” y otra muy común es que “la oposición está dispersa y fragmentada”. A partir de la prolija disquisición conceptual del documento base sobre qué es el liderazgo y qué no lo es, me parece que tales consideraciones apenas tienen fundamento.

Una lógica lineal y simplista busca atribuir a la ausencia de una figura política de consenso general una crisis que en realidad responde a un proceso largo de debilitamiento moral e institucional de la representación política que ha culminado con la ausencia de condiciones básicas para la organización de una oposición seria. Luego de una crisis compleja y prolongada de socavamiento de la institucionalidad política por caudillismos parricidas no existe más una oposición, al menos no una en términos de estructura institucional, con capacidad de plantear horizontes políticos alternativos y con credibilidad suficiente para interpelar a la sociedad civil (cf. PULSO N° 483: 8-9).

Y no nos referimos a la ausencia de un contexto de pluralismo que la posibilite. La definición clásica plantearía que “la oposición, como elemento integrante y conformado de la vida política, sólo aparece con la praxis histórica del Estado democrático liberal” (cfr. DE VEGA 1970: 91). Más bien decimos que, más allá de existir condiciones formales para el ejercicio de una oposición congresal y de existir actores no oficialistas en uso de la representación política, hay ausencia absoluta de una institucionalidad partidaria, una visión de país y un programa político alternativo al oficialismo y su discurso hegemónico.

Porque la oposición no es sólo escaños en la cámara de representantes o aparato de acción proselitista, no es sólo alternativa electoral sino alternativa estructural para la recomposición de la sociedad. No es esencialmente “plataforma” o “frente” dentro esa visión cosificada tradicional de toma del gobierno cual toma del poder[iii]; es – ante todo – ideología, estructura y estrategia de largo aliento para construir contrapoder y contrahegemonía.

Sánchez Agesta diría que la oposición se manifiesta “…en el Estado contemporáneo como una fuerza alternativa que, dentro de cierta unidad de convicciones constitucionales, aspira a ejercer el Poder como gobierno o influye en el ejercicio del Poder, cuando no lo ejerce, mediante un control. Cuando esta situación se define de una manera que en cierta forma podríamos llamar institucional, se denomina oposición” (Cfr. Derecho constitucional comparado, Madrid 1958, 53 ss.).

De esto debemos inferir que, siendo el marco constitucional vigente de una naturaleza distinta al de la coyuntura que empoderó al actual Congreso, estando la representación no- oficialista ausente de estructura e ideología y habiendo abdicado de su rol de fiscalización efectiva del gobierno, la actual “oposición” congresal representa una entidad desfasada de la ética y de la historia; un resabio de esa concepción del poder como Estado-cosa que enajenó la representación política, desvinculándola del mandato y la agenda de la sociedad civil.

La doxa de las ánforas y el caudillismo electorero

El caudillismo es un parásito que enajenó los mecanismos de representación de la democracia formal y que tomó de rehenes a los partidos políticos hace décadas. De hecho, al no haber existido capitalismo, es decir elites económicas con un proyecto de poder propio, tampoco existió jamás una derecha política organizada, sólo incidentales irrupciones electorales de grupos de interés económico – García Linera dixit – encomenderos, desorganizados, circunstanciales y subsidiarios.

En términos formales, Bolivia aparenta ser una sociedad democrática, amalgama interminable de expresiones políticas en constante dinámica de evolución y reproducción. En términos absolutos, en Bolivia no hay liderazgos nacionales ni partidos políticos, sino caudillismos territorializados y fórmulas electorales incidentales que han generado una subcultura política de enclave y de corto plazo.

Durante la pasada década el activismo cívico se ha desarrollado sobre la falsa percepción de que los procesos políticos empiezan y terminan en las urnas. Un conjunto de clichés y aforismos neoliberales han construido el falso presupuesto de que los procesos políticos son procesos eminentemente electorales; que la construcción de mecanismos de alternancia política se circunscribe a ese corto plazo que precede al acto eleccionario.

Esta concepción sobrevaluada del proceso electoral, como “culto” a la consulta política, está cuestionada, en la medida en que ha forjado una comprensión inmediatista, cortoplacista y sin proyección histórica del rol de la política y de sus actores [iv].

Esta manera de entender la política, más propia del marketing político que de la politología, ha dejado un legado de silogismos y fórmulas acabadas que han forjado un sentido común pobre y limitado sobre el quehacer político; un rosario de lugares comunes que en pocas décadas ha devaluado la institucionalidad partidaria hasta reducir la actividad política al proselitismo electoral para lograr la representación formal y a un ejercicio clientelar de la representación de corte burocrático palaciego.

No es un problema nuevo. En 1990 el antropólogo Néstor García Canclini planteaba ya que la variante neoliberal latinoamericana estaba despolitizando la política[v]. Casi dos décadas después, buena parte de lo popular se ha convertido hoy en espectáculo televisivo y en cifras estadísticas de acción neutralizante que buscan reducir la participación política al ritual electoral llevándonos – García Canclini dixit “de la representación política a la teatral”.

Democracias regionales. Efímero atisbo de una nueva oposición

Pero la política ni empieza ni termina en las urnas y esta crisis de representación contemporánea empujó en 2005 a la sociedad civil a potenciar expresiones de disidencia cívica y a buscar su institucionalización y territorialización. Es así como nacen los cabildos y movilizaciones cívicas del periodo 2005-2008, que construirían una institucionalidad regionalizada como alternativa de oposición: las democracias prefecturales.

Después de 2005, las posibilidades de una oposición política efectiva pasaban por el reconocimiento institucional y la articulación política de las democracias regionales al Estado, en la medida en que “…el reconocimiento de la inevitabilidad de la disidencia política está detrás de esta aceptación de una oposición institucionalizada, de acuerdo con las características de todo régimen democrático” (Cfr. Gran Enciclopedia Rialp 1970: 457, oposición política).

Sin embargo, a mediados de 2006, la administración Morales habría de suprimir, después de un fallido primer ensayo, el CONADES (Consejo Nacional de Descentralización) y habría de negarse hasta el final a reconocer el CONAPRE (Consejo Nacional de Prefectos) un cuerpo colegiado que agregaba a las democracias regionales en función a la demanda de políticas de desarrollo descentralizadas, el control de la ejecución de recursos del Estado central hacia los gobiernos departamentales y la defensa del orden constitucional.

Al consolidarse en 2007 como contrapoder efectivo, es decir, ejercer el rol de oposición a pesar del no reconocimiento institucional de sus prerrogativas políticas, el Consejo Nacional Democrático CONALDE (una versión posterior del CONAPRE con competencias y reivindicaciones ampliadas) fue la última referencia efectiva de oposición política en Bolivia.

Pero tras el revés del Revocatorio de agosto 2008 y la crisis de septiembre en la “media luna”, el CONALDE perdió su perspectiva nacional y reasumió la reivindicación regional de recursos y competencias, resignando liderato/presencia nacional y sumiéndose sus líderes en la misma crisis de representatividad de la oposición partidaria (cf. PULSO, N°483: 8-9).

Los componentes de la crisis y perspectivas de solución

Ni de lejos pretenderemos aquí dar una fórmula acabada para la recomposición de la oposición. Se busca más bien plantear temas para una agenda de reflexión que deberá ser asumida por los intelectuales de la alternancia y establecer las tareas de fondo que deberán asumir la resistencia cívica y los líderes territoriales en la perspectiva de convertirse en una verdadera oposición política.

En ese sentido, hay tres componentes de la crisis de la oposición, que deben ser desarrollados y superados como parte de esa agenda de reflexión/deconstrucción de los sentidos comunes y las verdades oficiales sobre democracia de la era populista post-neoliberal:

  1. La crisis moral de los lideratos y caudillismos
  2. La crisis de la institucionalidad electoral
  3. Una cultura sufragista irreflexiva de las clases medias

I. Caudillos sin escrúpulos, oposición sin credibilidad.

Cuando en noviembre de 2008 planteábamos hacer un balance del Revocatorio y sus consecuencias políticas para la oposición regional, decíamos que el tema de fondo era que el Revocatorio le había planteado al movimiento regional la cuestión del poder. Advertíamos entonces – y reafirmamos hoy – que el cálculo político y la “tentación electoralista” habían llevado a la oposición cívico-prefectural a optar por ir a las urnas, antes de asumir su “opción de poder real” (Cf. PULSO, N°469: 6-7).

No lo hizo mejor la representación no–oficialista en el Congreso. La aprobación de los referéndums Dirimidor y Constitucional, en circunstancias terriblemente contradictorias con su propio discurso de impugnación a los métodos del oficialismo en Sucre y Oruro, consolidó la percepción ciudadana de una oposición funcional al gobierno y liquidó cualquier perspectiva que todavía hubieran tenido los partidos con representación congresal, después de las inexplicables coyunturas de la ampliación de la Asamblea Constituyente y aprobación del Referéndum Revocatorio.

Y es que se demanda dejar de plantear la política en función de cálculo electoral y empezar a hacer política. Ser oposición es construir una institucionalidad y una visión alterna; una organicidad, un programa y estrategias no para la toma del poder sino para construir poder, no para ganar elecciones sino para construir estado. El acto electoral es apenas el correlato, el último eslabón de la cadena de construcción del poder.

No hay una pretensión de “renuncismo” en esta proposición, no se está planteando la abstención electoral, se está dejando establecido que en tanto la restitución de la institucionalidad partidaria esté pendiente, la concurrencia a elecciones seguirá siendo lo que hasta hoy: alianzas circunstanciales, discursos improvisados, ausencia de un programa político alternativo y una imagen de vacío opositor que refuerza la incertidumbre.

El riesgo del cortoplacismo electoral no se limita sólo a la posibilidad de ser derrotado; eventualmente, aun la improvisación lleva al poder. El verdadero riesgo es que las elecciones sigan siendo mecanismos de empoderamiento de candidatos y no de representantes; de caudillos pequeños y grandes que representen su propia ilusión de “hacer primavera” y no de líderes que encaucen una solución nacional incluyente e integral.

Las perspectivas de la alternancia, la distancia entre hacer resistencia y ser oposición son proporcionales al tiempo que se siga empleando en persistir en la toma del Estado y postergar la tarea de construir poder. En tanto no se postergue la lucha por ser candidatos y se emprenda la lucha por la hegemonía – que involucra la construcción de un proyecto de poder alternativo al poder constituido –, la fragmentación de la oposición seguirá condenando a la postergación la alternabilidad democrática.

La tarea de la producción ideológico-doctrinal y la reproducción partidaria son mecanismos de sostenibilidad ineludibles y aun pendientes de construir, si ha de garantizarse la emergencia de una oposición y la alternancia.

II. Restaurar la institucionalidad electoral antes de llevar al país a votar

Cuando los mecanismos electorales están intervenidos no son garantía de solución sino un síntoma más del problema. Existe una actitud perniciosa, irresponsable y funcional de parte de la clase política nacional y de cierta intelectualidad mediática empeñadas en arrastrar a las urnas a un país cuya institucionalidad electoral ha sido intervenida.

El sociólogo Fernando Mayorga, entre otros académicos de las concepciones dominantes de la política, se ha constituido en el promotor de un irreflexivo culto a las urnas que no aporta mayor sustento que la presunción demiurgica de que “todo está bien en tanto la gente vote”. (cf. LA RAZÓN, enero 09 de 2009, A4). Pero la institucionalidad electoral no es una entidad extraterrenal y sus actuales administradores han comprometido como nunca toda presunción de equidad en el manejo de los últimos procesos electorales.

Tras el referéndum sobre la reelección presidencial permanente en Venezuela, el ideólogo de la oposición venezolana, Alejandro Peña Esclusa, hizo público su balance de los resultados planteando dos elementos: a) su autocrítica a una oposición decadente que empuja al simplismo de plantear la alternabilidad cual eventual resultado de una concurrencia electoral mecánica, sin reparar en la ausencia de condiciones mínimas para administrar procesos electorales y b) la necesidad de afrontar que, cuando los mecanismos electorales pierden su independencia, cuando las urnas son instrumento de validación del orden político y no garantía de alternabilidad, las elecciones ya no son una alternativa de salida a la crisis [vi].

En Bolivia la situación es algo peor. La progresiva desinstitucionalización de los instrumentos electorales y su funcionalización al poder constituido han consolidado un andamiaje de manipulación de la opinión política, que será tarea prioritaria de una oposición emergente desinstalar.

Existe un dispositivo electoral complejo que incluye a) una Corte Electoral incondicional del poder político, b) un Padrón Electoral distorsionado por procesos de identificación fraudulentos, c) un mecanismo de presión sindical que puede garantizar que la participación histórica de electores del área rural (69%), suba a 97% en dos años[vii]. A este debemos integrar ahora el decretado empadronamiento en el exterior y una Ley Electoral Transitoria que le dará a Evo Morales garantías absolutas para permanecer en el poder a pesar de los resultados (cf. OPINIÓN, febrero 18: 8A).

Lo advirtió en julio de 2008 el Prefecto de Cochabamba, a tiempo de renunciar a someterse al Revocatorio: la verdadera amenaza de concurrir a consultas electorales bajo condiciones de administración tan poco transparentes y equitativas, no es perder un escaño o un cargo, sino permitir que se suplante a las mayorías; que se monte y se valide en el acto electoral un dispositivo de reafirmación de presupuestos funcionales al poder como el de la “mayoría indígena”, el voto “comunitario”, la legitimidad del proceso de cambio, la validez del capitalismo andino, etc., etc.; presupuestos que una vez validados por resultados electorales inconstatables mantendrán la existencia de una oposición alegórica, reducida a voluntarismos egocéntricos, con un porcentaje de escaños insignificantes y sin capacidad real de ser oposición[viii].

Dejar el “culto al voto” y construir nueva cultura democrática

Pero si los partidos debe abandonar el personalismo exacerbado del “culto al caudillo”, la tarea ciudadana está en abandonar el culto a las urnas; deconstruir nuestra cultura de concurrencia irreflexiva y mecánica a procesos electorales que no están sometidos a ningún mecanismo independiente de control de constitucionalidad y que administran órganos políticamente intervenidos.

Empecé este comentario con una paráfrasis de Pierre Bourdieu, que denunciaba el sentimiento ingenuamente democrático construido sobre la verdad aparente de que todos ejercemos el mismo derecho a la opinión, cuando en los hechos, los mecanismos de consulta política no garantizan el peso específico y equitativo de la opinión de todos (piense en el “voto comunitario”, frente al postulado de “un ciudadano, un voto”). Se trata de mostrar la opinión como posiciones acabadas sobre preocupaciones comunes, cuando apenas reflejan el interés por preguntar de quienes hacen las preguntas (cf. BOURDIEU, 2000: 220-221).

Hay que abandonar esos presupuestos preindustriales de democracia que yacen en nuestro inconsciente colectivo; presupuestos que reproducen las condiciones de la dominación, apoyados en silogismos de marketing y falsas premisas acerca de la virtud per se de concurrir a las urnas.

Hay que denunciar a la sociolocracia funcional que intenta inducirnos al sopor de la resignación dóxica ante las cifras. El aforismo futbolero ese de “cállese y juegue” no se aplica a la política, en circunstancias en que los mecanismos electorales son parte de la enajenación del poder y se han convertido en parte del capital hegemónico en disputa.

Hay que abandonar ese “culto al voto” como demiurgo[ix] que todo lo resuelve; que todo lo subsana. Hay crisis económica, vamos a las urnas; hay violencia y confrontación, vamos a votar. Van ocho procesos electorales en tres años y ni de lejos la demanda autonómica o la reconfiguración constitucional del Estado se han zanjado, mucho menos la situación de subdesarrollo, pobreza, marginalidad y exclusión se han resuelto.

En términos de metodología el efecto es aún peor ¿Son los datos de la CNE una fuente de información primaria válida para construir sobre ella escenarios de correlación de fuerzas? ¿Cuál es la validez y verificabilidad de los datos aportados si la base de datos está contaminada? ¿Si el proceso de recolección de información está dirigido y la selección de preguntas está sesgada?

En tanto no podamos determinar la incidencia de estos cinco fenómenos de distorsión citados en la verificabilidad del voto, los resultados electorales, como datos, no son información confiable para hacer prospecciones o establecer conclusiones serias sobre la coyuntura política.

Esta es la última y la más importante tarea: pelear contra el sentido común que nos oprime, desinstalar esas pseudoverdades ya sin fundamento objetivo que nos llevan una y otra vez al cadalso electoral para asumir que la tarea principal es la reinstitucionalización de los instrumentos electorales, pero además una cultura de la participación política crítica y activa.

Hay que abandonar esos lugares comunes que usan el poder constituido y una derecha funcional, sumida en una mediocridad cómplice, para empujarnos a reafirmar la hegemonía populista totalitaria y para empoderar oposiciones castradas de vocación poder que no representan sino el interés de quienes llevan a votar a un país para adormecerlo de sus males en medio del espejismo de una alternancia que jamás se produce y de una opinión distorsionada por la intervención política de los instrumentos electorales.

BIBLIOGRAFÍA

BOURDIEU, Pierre

2000 Cuestiones de sociología (Trad. Enrique Martín Criado). Istmo, España.

2001 El campo político. Plural. Bolivia

GARCÍA CANCLINI, Néstor

1990 Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Grijalbo, México.

CIORAN, Émile Michel

1979 El aciago demiurgo. (Trad. Fernando Savater). Taurus, España.

DE VEGA, Pedro

1970 “Para una teoría política de la oposición”. En Boletín informativo de Ciencia política, Alianza, 5 diciembre, 91.

FOUCAULT, Michel

2000 Un diálogo sobre el poder (Trad. Miguel Morey). Alianza, España

FAJARDO, Erick

2009 “Bajo el signo de Caín. Consideraciones sobre la crisis moral de la institucionalidad política en Bolivia”. En Pulso. Editora Pulso S.A., Año 9, N° 483, La Paz.

2008 “Las regiones y la cuestión del poder”. En Pulso. Editora Pulso S.A., Año 9, N° 469, La Paz.

NOTAS



[1] Erick Fajardo es egresado de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Mayor de San Simón. Dirigente universitario, periodista e investigador. Fue asesor político y portavoz del prefecto Manfred Reyes Villa y es columnista de los diarios nacionales La Razón, El Deber, Los Tiempos y Opinión.



[i] BOURDIEU, Pierre: “La opinión pública no existe”. En Cuestiones de sociología. Madrid, Istmo, 2000.

[ii] Entendidos ambos conceptos desde la perspectiva teórica de Pierre Bourdieu, que se resiste a entender la política como institucionalidad estatal sin más, como cosa a tomar, y la define como espacio en permanente disputa y por otro lado denuncia el “fatalismo” y la resignación ante la “visión política dominante” construidos a partir de esas verdades que el sentido común suele instalar dentro nosotros como “irrefutables” y que en buena parte sostienen la racionalidad del poder dominante. BOURDIEU, 2001.

[iii] Michel Foucault, en sus “diálogos” con Gilles Deleuze, criticaba ásperamente ese reduccionismo del concepto de poder que nos llevaba a la percepción equivocada de pensar en las instituciones absolutas como receptáculos del poder; al error de pensar que la toma de Estado es la toma del poder. N. de R.

[iv] cf. BOURDIEU 2000: 220.

[v] Cf. GARCÍA CANCLINI, Néstor. “Pueblo, popular, popularidad: de la representación política a la teatral”. En Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad”. Grijalbo, México, 1990.

[vi] Peña Esclusa denuncia la “miopía” de una derecha venezolana acabada, que será superada y plantea que la lucha debe asumir otros escenarios “más realista y efectivos”, ya no electorales (cf. http://www.lahistoriaparalela.com.ar/2009/02/17/venezolano-%C2%A1alegrate%C2%A1lo-ocurrido-el-15-f-es-bueno/).

[vii] El experto en economía electoral Luis Pedraza plantea que el llamado “voto comunitario” encubre un sistema de alienación democrática que durante el revocatorio permitieron el absurdo de 300 mesas con el 100% de electores y que en enero de 2009 elevaron esas cifra a 800 mesas (cf. VACAFLOR, Humberto. “Una salva de cohetes”. En La Razón. 15/02/2009).

[viii] Cf. LOS TIEMPOS, domingo 20 de julio de 2008. A2.

[ix] Según Platón y Ciorán en la cima de los seres existe un ser perfecto e inmanente cuya propia perfección hace que no tenga relación alguna con el resto de seres imperfectos. Se usa para explicar sin explicar alguna cosa; siempre que algo sucede sin que podamos explicarlo, se le atribuye al demiurgo N.de R.

En un estado históricamente híper presidencialista, las universidades públicas, las prefecturas, las municipalidades, fueron reductos naturales de la democracia.
La autocracia sometió esos reductos, pero otros surgieron. La consistencia ideológica, el confinamiento, el exilio, son nuestros nuevos reductos. Desde ahí resistimos, urdimos, aguardamos, la hora de dar de nuevo batalla, el tiempo de recuperar la democracia.

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