lunes, 26 de mayo de 2014

Monumentalidad vacía, ritualidad sin memoria

Domingo 25 de mayo de 2014. Segundo dia del feriado largo por el Memorial Day. Intrigado por  la narración casi publicitaria de su maestra de escuela, nuestro hijo Guillermo arrastró a su familia detrás del rumor de un espectáculo ensordecedor en Washington DC: El gran trueno rodante.

No tenemos más pista que el insistente ruego de Guillermo, que durante todo el trayecto de la visita al Zoológico Smithsoniano el sábado, exigió, demandó, trató de negociar y finalmente rogó por asistir al Rolling Thunder. “Miles de motoqueros envainados en cuero y tatuajes, dijo él, correrán por DC”.
Una oscura mancha muda y gigantesca en el parqueo sur del Pentágono capturó nuestros sentidos al llegar. Mezcla de metal y cuero negro, la concentración-exposición de motocicletas americanas de marca – en su mayoría Harley Davidson –  crece ocupando de a poco los lotes de parqueo del icónico edificio del Departamento de Defensa.
La curiosidad es grande y el parqueo es gratis, así que después del insalvable rito de digitalizar nuestras imágenes en el contexto de esa escena viviente de los Hijos de la Anarquía, nuestra familia emprendió el largo periplo hasta los monumentos nacionales.
Y ahí estábamos, cruzando el puente que une el Cementerio de Arlington con el Lincoln Memorial, indistinguibles entre el éxodo de turistas-fotógrafos y migrantes-tuiteros, entre una monumentalidad ya casi sin otro significado que su dimensión arquitectónica y su extensión física, cuando nos sorprendió el espectáculo.
Entre el rugido de mil motores una colorida y desordenada horda de caballería tomó por asalto la capital. Barbas y tatuajes a lomo de artísticas e irrepetibles esculturas mecánicas. La estética visual del fenómeno embriaga todos los sentidos pero no transmite ningún otro significado que el que las experiencias previas o la imaginación del espectador le asignen.
Hasta que de en medio de la interminable caravana una madre, ¿o quizá una esposa?, le lanzó algo a mi hijo.  Un pedazo de silicona amarilla con una inscripción: “P.O.W. Sgt. Bowe Bergdahl. US Army Afghanistan 6/30/09”. Entonces empezamos a entender.
Marginados por la barrera del idioma y la auto-enculturación, la creciente mayoría de hispanos vivimos emplazados pero sin terminar de conectarnos con este país; atrapados entre el trabajo y las redes sociales, ignoramos el sentido y el significado de un país que le ha dado a sus ritos – vaya paradoja – una monumentalidad y una espectacularidad que distraen de su significación antes que reafirmarla o difundirla.
El trueno rodante es un desfile para no olvidar a los excombatientes de este país; a los soldados caídos (cada vez más hispanos) y desaparecidos en acción; a los hijos y esposos que pelearon bajo esta bandera y bajo estos símbolos cuya monumentalidad embriaga la percepción, pero ya casi no dice nada a una generación de tuiteros que capturan el espectáculo en tabletas y teléfonos inteligentes, pero ignoran la historia, su historia, detrás de la imagen y la circunstancia.
Practicamos una ritualidad intensa pero carente de sentido, ayer asistimos al memorial de una madre que no olvida a su hijo Bowe, prisionero en Afganistán; a las exequias de esos miles que se sacrificaron por ser parte de ese sueño que muchos aun perseguimos, y casi ni nos enteramos.




En un estado históricamente híper presidencialista, las universidades públicas, las prefecturas, las municipalidades, fueron reductos naturales de la democracia.
La autocracia sometió esos reductos, pero otros surgieron. La consistencia ideológica, el confinamiento, el exilio, son nuestros nuevos reductos. Desde ahí resistimos, urdimos, aguardamos, la hora de dar de nuevo batalla, el tiempo de recuperar la democracia.

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